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Hoy por la mañana tomé una revista literaria. Me puse a leer con la misma tranquilidad que leo los lunes pero hoy no es lunes sino martes. Aquí, en las calles del centro, da lo mismo el día que sea, el cielo se llena de nubes contaminadas. Se respira espeso. Empecé con donas de azúcar y descafeinado americano. El descafeinado, dicen, no hace tanto daño para la hipertensión. La cafetería es como cualquier otra cafetería pero con libros viejos e interesantes y revistas variadas.

Las donas, debo confesarlo, estaban horribles, grasosas y horribles. Leí sugerencias de teatro, cine y una síntesis de la última novela de Bolaño. Observé una frase, o mejor dicho, una pregunta que me conmovió: ¿esta mano es una mano o no es una mano? Dónde había leído esa frase antes. Me puse a recordar. Tal vez la leí en un periódico o una revista o un libro. Al parecer la escribió un autor extranjero, pero no podría asegurarlo. Tal vez no la leí sino la escuché, tal vez me la dijo mi abuela. La abuela me ha enseñado muchas frases y me ha hecho muchas preguntas, pero de eso tampoco me acuerdo bien. El caso es que la frase me hizo pensar profundamente, no por el hecho de no poder mover mi mano derecha o por tener una prótesis de mano derecha de última moda, sino porque quise moverla y no pude. Me concentré y nada. Me concentré más y nada. Fue inútil. Cuando quieres mover una parte de tu cuerpo y no funciona, experimentas frustración, pero no cualquiera sino una muy pura. Un fracaso parecido al de una decepción amorosa o al de un despido laboral inesperado, tal vez al de un accidente grave o al de cualquier otro infortunio ocasionado por una imprudencia tuya, que a la vez, estás impedido solucionar. Te das cuenta de lo inepto que eres, de tu estúpida incapacidad para resolver dificultades, simples o complejas. Escapa de tus manos. Está en las manos de otra persona, o, en el mejor de los casos dicen, en manos de un ser supremo, un ser omnipotente. No todos los descafeinados son buenos, el de esa cafetería no está mal. Pido otro. Ahora sin donitas, mejor un muffin. Qué demonios es un muffin, quise decir un panquecito, un panqué, una mantecada en todo caso, pero no un muffin. El asunto es que no puedo mover la mano derecha. Bueno, en realidad no es, propiamente, mi mano derecha, sino un pedazo de látex vulcanizado color carne con la forma perfecta de una mano, con uñas artificiales de plastilina epóxica semitranslúcida que, a no ser miradas de cerca, pasarían desapercibidas para engañar a cualquier estilista profesional. Pero vaya, vamos a ser sinceros, una mano postiza, cubierta de oro o diamantes, siempre será una mano postiza. Recuerdo un poco y me doy cuenta de lo torpe que ha sido mi mano izquierda, lenta, no sabe responder bien; quiero decir, no respondía muy bien. Empezó a reaccionar mejor desde aquel día, desde aquel accidentado y azaroso día, cuando, por equivocación, el diestro maquinista de la empresa maquiladora de tarimas de madera, donde trabajé parte de mi infancia y adolescencia, jaló, inadvertidamente, con toda la calma, el mismo leño maldecido, del que yo, o mejor dicho mi mano derecha, intrépida, se había agarrado. Era una línea de producción sin fallas, un rutinario y tedioso ir y venir de tablas y troncos. Una jornada sin desperdicios de tiempo. Todo mecanizado. Todo calculado. Todo perfecto. Cientos y cientos de tarimas. Mi mano derecha con todos sus dedos, en un pequeño descuido se aferró al madero. No se soltó a pesar de habérselo ordenado, se siguió de filo derechito a la sierra circular. Una sierra de acero templado inoxidable ultrarresistente con más de veinticinco brillantes y filosos dientes, cuya fuerza descomunal, hacía girar el potente motor a cientos de revoluciones por segundo. Bueno tal vez exagere un poco, pero deben creerlo, así parecía. Entonces crac. Ella, quiero decir mi mano derecha, tan frágil, salió volando hacia el fondo del mugriento local, varios metros por encima de los bancos de trabajo; fue a dar justo a la tina del hipoclorito de sodio. De no ser porque la vi elevada y la reconocí, —uno puede reconocer sus manos donde las vea—, no hubiera sabido lo sucedido. Al cabo de unos segundos, entre atontado y reaccionando, intenté ir a su rescate. Caminé unos metros, me agaché. Con la mano izquierda tomé la derecha. Ahora que recuerdo, creo haber mencionado yo esa frase, o mejor dicho, esa pregunta, ¿esta mano es una mano o no es una mano?, tal vez la pensé y no la dije, quizás la pienso ahora, o tal vez en verdad la leí en un periódico, no lo sé. Intenté analizar esas palabras. Esa mano era una mano y no lo era. La tenía agarrada con la izquierda y me la acerqué al rostro. La vi blanca, lechosa, como de migajón, como la mano de un muñeco de cera. Se puso así por alguna reacción bioquímica, pensé. El cloro entra en contacto con tejido vivo. Vivo a pesar de no estar tan vivo o por ser parte semiviva de un ser todavía vivo, que no se podría considerar parte mía viva, pues ya estaba casi muerta. Para entonces no parecía cosa viva ni muerta de nadie. Se veía inmóvil, hinchada, con la sangre quieta. Era como la mano tasajeada de un zombi, como la extremidad del buzo arrancada por la dentellada inmisericorde del tiburón asesino. Sentí horror. Sudor y lágrimas nublaron mi vista. El maquinista tuerto gritó. Yo grité. Todos gritaron. Había salpicadas sanguinolentas y cachitos de carne por todos lados. Las obreras estaban espantadas, un par de maquinistas parecían acostumbrados. Alguien habló a la patrulla. Dentro de la desesperación me dije, para qué hablan a una patrulla estos imbéciles, deberían buscar una ambulancia. No sé por qué recordé de nuevo a la abuela, ella decía frases y consejos; las frases las decía siempre, los consejos no, a menos que se los pidieran. Sus consejos caían como anillo al dedo: si te gusta el arte mi niño lindo, dedícate al arte, pero por si las dudas aprende carpintería, así podrás sobrellevar la inmunda vida del artista, me decía. Como buen nieto, le hacía caso. Después de unos minutos, me armé de valor e intenté con pésima suerte, colocar la mano empapada de clarasol en su lugar. Al hacerlo el dolor se multiplicó. Caí de rodillas y confundido. La misma reacción bioquímica, pensé. Vi mi mano derecha y sentí nostalgia. Esa tortura no se la habría deseado a nadie, excepto quizá, al maquinista tuerto. Lento avanzaban las punzadas por el cuerpo, de repente me sacudían, no cesaban. Me seguía doliendo la mano derecha, aunque ya no la tenía, bueno en realidad si la tenía, pero en la mano izquierda, bien sostenida. Aún así seguía sintiendo la mano derecha. Paró un poco la hemorragia, otra vez la reacción bioquímica, pensé. Miré el reloj checador. El tiempo corría despacio. Entonces reaccioné. Observé mi mano izquierda, dentro de ella vi lo que había sido mi mano derecha. Como acto reflejo, empujado por una repugnancia insospechada y un susto de los mil diablos, voté la mano lo más lejos que pude. Cayó al piso, se empanizó con tierra y aserrín. Me desconocí. Repudié esa mano maldita. Esa cosa indiferente ya no era una mano. Puros huesos cubiertos de carne muerta. Una herramienta inservible. Un instrumento estropeado. El sentido del tacto perdido para siempre. Mi estómago se contraía por el daño. Habrían ya pasado segundos que a mí me parecieron horas. Me arrepentí. Es absurdo mi comportamiento; esa mano, ese pedazo de algo, no siendo ya parte mía, aún me pertenecía. Recapacité y decidí salvarla. La deseaba de vuelta; la extrañaba. Algún cirujano plástico japonés, experto en transplantología me salvará. Sé muy bien de casos en los que se pierden partes enteras del cuerpo y luego son colocadas con éxito. El médico espera ansioso en la clínica, me coserá la mano, pensé y me fui calmando. Todo volverá a la normalidad. El tuerto a la máquina, mi mano a su brazo, y yo, de una vez por todas, al gratificante y seguro camino del arte. No fue así. No llegó la ambulancia, tampoco la patrulla. Llegaron más obreros. Me desmayé. No supe bien lo que pasó. Supongo que durante el trayecto de la fábrica al hospital debí soñar con mi mano derecha. Cuanto la usé. La necesitaba, la amaba. La ocupé para casi todo, desatornillar, untar, pedir ride, usar el mouse, golpear a alguien, masturbarme, meter primera y segunda, tercera y cuarta, meter reversa, sobarme las sienes, rascarme la oreja, ponerme los calcetines, señalar cualquier cosa, beber cerveza, jugar billar, lanzar los dardos, tomar la sopa, apretar suavemente los senos de una bella chica, picar los ojos, cortar cebolla, contar dinero, pasar la siguiente página de la revista, beber el descafeinado, tomar las donas grasosas. Tantas y tantas actividades que no se pueden hacer, sencillamente, con la otra mano. La otra es, como lo dije, torpe, no responde, siempre ha sido apática. Piensa en la instrucción, levantar la moneda de diez centavos. El cerebro obedece, el sistema nervioso obedece, la derecha veloz también obedece, se apresura y cumple la misión. La izquierda, se queda quieta, como si no hubiera escuchado, se hace la loca. La tarea cotidiana de sacarse el moco, resulta prácticamente imposible con la izquierda. Es penoso pedir ayuda para limpiarse la nariz. Pero ¡vaya!, en estas cosas no debería ser uno tan fijado, la izquierda está ahí, y es mejor tener una testaruda que ninguna. Abrí los ojos. Vi una luz fulgurante. Este es el fin, pensé y sentí como si me orinara, luego escalofrío. Me di cuenta que no era el fin, esa luz no indicaba el final, y en efecto me había orinado. Era el ojo parpadeante del faro de la entrada al hospital. Intenté levantarme, saqué fuerzas pero no lo logré. Tres paramédicos me subieron a la camilla. Desde el fondo del pasillo por donde entrabamos, se escaparon gritos desesperados, alaridos de sufrimiento, angustiosos lamentos. Salió el niño llorón con su paleta roja y yeso en el antebrazo. Un tipo alto de patillas grises metió en brazos a una anciana de aspecto afligido. Una densa nube invisible se apoderó de la sala, los pasos se hicieron pesados. Todo va a salir bien, dijo el camillero, pero no le creí y me dio una palmadita en el hombro. Cuando ves el cielo raso de los hospitales públicos, te das cuenta de la verdadera pobreza. Todo sin pintar, todo cemento. Un foco si, dos no, tres si, cuatro no, uno si, seis no. Ves huir las cucarachas despavoridas. Olor a excrecencia burocrática corrompida. Escoria administrativa putrefacta. Caciquitos de escritorio. De milagro pude entrar. Aquí sólo se atienden casos de verdadera emergencia, decía el letrero de la entrada. Había gente retorciéndose doloridamente en una fila interminable. Tuve suerte. Giré la cabeza varias veces, no vi al cirujano japonés. Recordé a mi abuela de nuevo: cuando tomes algo no lo sueltes, me decía. No entendí hasta ese momento. El techo del quirófano sí estaba pintado, de gris o de tabaco, tal vez de azul, de un azul opaco, no recuerdo bien. Cada parpadeo llegaba con su propio mareo, el dolor era insoportable, como si hubiera sido azotado o arrastrado por un caballo desbocado, como si hubiera caminado diez kilómetros parado de manos. Ardor extremo. Se aplacaba cada tanto y luego furioso regresaba. La enfermera repitió, todo va a salir bien muchacho, yo comencé a molestarme. No podía escuchar con claridad, el sonido se apagaba y resurgía. Señor, dijo el paramédico, por favor suelte la mano. Cuál mano, dije antes de pegar otro grito de dolor. Despacio suelte su mano, insistió ahora el camillero. Cuál mano, pregunté iracundo. Suelte la mano despacio, gritaron al unísono. Quise dar un puñetazo con la mano de siempre. El cerebro mandó sus impulsos. Atolondrado intenté golpearlos pero sólo salpiqué sus batas con sangre. Me percaté de los colgajos ensangrentados del muñón de mi antebrazo, grité más fuerte de la rabia. Quise pegarles con la otra mano. Mandé la señal. La izquierda se levantó dispuesta. En ese instante vi de nuevo mi mano derecha, tomada fuertemente por la izquierda. No pude golpear al camillero, o mejor dicho si lo golpeé, pero no con mi puño izquierdo sino con mi mano derecha al soltarla. Le di en la mera jeta. No supe si le dolió pero al rato lo vi de chillón. Me sujetaron por los brazos, forcejeamos, luego sentí el piquete. Me calmé. La vista se aclaró y me dio sueño. Me dejé llevar por los benditos efectos del sedante. Al día siguiente desperté pasmado. Para mi sorpresa, había un oriental platicando con la enfermera, me hice el dormido para escuchar algo. Cuchicheos. El oriental levantó y bajo los brazos, movió las manos, señaló la tabla de indicaciones y se fue apresurado. La enfermera se acercó, con actitud indolente y los ojos vacilantes dijo, señor, lo siento señor, hicimos lo que pudimos. A que se refiere, respondí extrañado. La cirugía. Cuál cirugía dije. Usted perdió su mano, bueno no la perdió del todo, la tenemos allá. Y señaló unas vitrinas amarillentas. No me diga que no me pusieron mi mano. Lo intentaron todo, señor, pero fue imposible. Me estremecí. De no haberse contaminado por el cloro y la tierra, tal vez la habríamos salvado, dijo calmadamente y se sentó a platicar conmigo el resto de la tarde. A los pocos días salí del hospital. Fui rápidamente a buscar una prótesis. No fue difícil, del otro lado de la calle del hospital había infinidad de establecimientos especializados. Entré a una tienda espeluznante, había de todo, piernas, pelucas, ojos, patas de palo, garfios, orejas, pies, dentaduras, quijadas, dedos; en todas las medidas y colores posibles. Piezas que parecían de verdad. Hojeé algunos catálogos. Soporté la vergüenza de andar sin mano, hasta que, tras ahorrar largo tiempo pude comprar la mano ideal. Una muy discreta que pasara inadvertida. En fin, una mano reservada; acorde con mi personalidad. Hoy que descanso en este confortable sillón de la sala, recuerdo melancólicamente los días felices al lado de mi mano derecha, paso largas horas mirándola. Tan valiente. Reflexiono y observo ese frasco-tumba con mi mano sumergida en cloroformo, quieta para siempre en la repisa, estática eternamente justo al lado de las campesinas del cuadro de la chimenea. Esa mano es una mano o no lo es, me pregunto una vez más angustiado. Esa mano fue una mano, me respondo afligido, resignado. Luego veo mi mano derecha de hule, me pongo triste, no la puedo mover, nunca podré. La observo por horas. Esta mano es una mano o no es una mano, me pregunto repetidas veces. Sí es una mano pero no es una mano mía, me respondo de nuevo. No es mía pero me pertenece. Cómo puede ser algo tuyo y no serlo. Una impostora. Nunca será como la verdadera. Nunca tan audaz. Funciona sí, y se ve casi real, pero para qué. Entonces, veo la izquierda desobediente y perezosa, veo el frasco repugnante con la mano inerte, y veo a la impostora, tan lustrosa incrustada en el brazo, ¿estas manos son unas manos o no lo son? Qué dilema. En fin, debo acostumbrarme, de cualquier modo ninguna de las tres siquiera sirve para tomar el pincel y hacer algún trazo decente, mucho menos para limpiarme bien el culo.

 

El presente texto fue publicado originalmente en la página de la revista literaria Sombra del Aire.

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