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Anoche que andaba revisando mis redes sociales vi una fotografía publicada por el escritor Jaime Mesa, en la que se pueden observar algunas monedas de dólar y una corcholata de los refrescos Jarritos, con todo y su famoso lema.

Esa imagen me hizo recordar una anécdota de la infancia.

Un día, al regresar yo de la Vicente Guerrero (la tercera y definitiva escuela primaria pública por la que pasé), que estaba justo enfrente de la casa de mis abuelos, se acercó mi abuelo Beto y me dijo, un tanto malhumorado, que al igual que Macuca Tacuche, la Pecocha, (creo que así se llamaba la hija de la Familia Burrón) me pusiera a juntar y recoger de inmediato las corcholatas que pudiera, empezando por las del patio y, por supuesto, las de toda la calle. Al parecer, el abuelo había pisado una ficha y por poquito se iba a dar en toda la maceta.

Le pregunté a mi abuelo que para qué haría tal cosa, como insinuando dicha actividad inútil, incluso insana, más para un pequeño como yo. Y él me respondió que a Macuca la habían tachado de loca porque ella aseguraba que iba a juntar cientos de miles de corcholatas y que por eso se iba a hacer rica pues llegaría el día en que cada una de estas costaría un peso o más de un peso, y después las vendería. Me quedé callado un momento y me hice varias preguntas. ¿Quién estaría interesado en comprar tanta basura? Me pareció irrisorio, al igual que a los amigos y familia de Macuca, pero evidentemente me puse a reflexionar. ¿Cómo le haría yo para guardar tantas corcholatas en mi cuarto?

Sin alcanzar a comprender del todo e importándome poco que me tildaran de locuaz, me puse a juntar tal cantidad de fichas de hojalata que en un par de días llené más de la mitad de un costal vacío de harina. Por supuesto que también yo me iba a convertir en rico, algún día, claro.

Amplia fue la variedad de corcholatas recolectadas, estaban las de los exquisitos Jarritos de tamarindo, las Chaparritas de uva que eran mis favoritas, el sin igual Titán de toronja con auténtica pulpa (que hasta hace poco encontrabas todavía en las cantinas, ideal para mezclar con vodka o tequila blanco, valga el comentario), los Barrilitos y los Tréboles con su variedad de sabores, la Manzanita Sol, el pinta lenguas Mundet rojo, y la Sangría, entre muchas de esas bebidas azucaradas deliciosas (por cierto, consideradas hoy, casi venenosas) que murieron para siempre, otras que supervivieron y otras más que resucitaron; pero eso sí, nunca más tuvieron el mismo sabor que el de aquellos años.

Pasaron unos días, y en la primera oportunidad, como era evidente, alguna de mis tías o quizá mí querida abuela, fue a tirar ese costal con todas esas corcholatas directamente al bote de la basura, junto con mis infantiles sueños de volverme millonario. ¡Puf! Qué se le iba a hacer.

Después de eso, ocurrió lo que siempre ocurre; crecí. Todos crecieron. Volaron los años. Le quitaron los ceros al peso. Se inventaron las taparroscas. Mi abuelito falleció. Desapareció la historieta de La familia Burrón.

Como es de suponerse, el viejo y la Macuca tenían razón. El reciclaje resultó ser uno de los más grandes y rentables negocios de que se tenga razón. No debí claudicar, debí obedecer y continuar con aquella encomienda, de haberlo hecho, seguramente hoy sería rico.

Los abuelos son sabios y, aunque a veces se equivoquen, siempre tienen la razón.

Nota:
La verdad es que no podría asegurar si se trataba de la hija de La familia Burrón o no. La memoria me falla un poco, y más cuando se trata de un recuerdo de tantos años. Pudo haber sido el hijo, Regino chico, el Tejocote, o cualquier otro conspicuo personaje de la tira. Sin embargo, elegí arbitrariamente a la hija por tener mayores referencias de ella respecto de otras historias. Quizá por ahí haya algún conocedor y aficionado que nos saque de la duda.

 

Imagen: Sin título » Jaime Mesa

 

El presente texto fue publicado originalmente en la página de la revista literaria Sombra del Aire.

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